rdamos con cariño cuando nos levantamos por las mañanas de los sábados, nos deslizamos por el pasillo sin hacer ruido para no despertar a nuestros padres y esperábamos ansiosos frente al televisor el comienzo de nuestra serie, “Campeones, Oliver y Benji”.
Aquellas interminables disputas de balón, remates acróbaticos, paradas estratosféricas, desafíos rutilantes entre los jugadores, miradas asesinas, pelotas deformadas, disparos con trayectorias imposibles, saltos al vacío y en definitiva miles de pequeñas historias y anécdotas que componían el pequeño mundo paralelo, en el que sólo el fútbol, la final del campeonato nacional juvenil y el prometido viaje a Brasil con Roberto eran relevantes.
Tampoco nos engañemos, la serie era extremadamente educativa, ya que trasmitía ingentes valores humanos, pero también entrañaba su peligro. ¿Quién no se ha hecho alguna vez una herida en las rodillas tratando de emular a los gemelos Derrick realizando la famosa “catapulta infernal”? ¿Quién no se arremangó las mangas de la camiseta y intentó imitar el “disparo del tigre “en el salón de su casa? ¿Quién no se caló la gorra hasta las cejas y desafío a su hermano a marcarle un gol como haría el mísmisimo Benji?
Y es por esto, como en la actualidad no podemos comprender como nuestros pequeños pueden criarse y crecer sanamente sin la inestimable colaboración de estos magos del balón.
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